Sanfermines en silencio

Unknown
toro

Nadie se imagina que el corredor del encierro de Pamplona Sergio Colás es sordo,No escucho los gritos, corro en una burbuja. Una vez lo intentó un ciego y fue un desastre 

El estallido suena lejano, en la calle Santo Domingo. Los extranjeros vociferan de euforia, alguien susurra una oración y los periódicos enrollados golpean los muslos en un intento por calmar una tensión que apesta a pánico. 'Plas-tas-plas'. El miedo permanece pegado a la piel y cada corredor escucha a su corazón batiéndose a la desesperada. Alguien cercano resopla y desde las alturas la voz de una mujer arenga la locura: «¡Suerte, valientes!». Después se escucha el segundo cohete y el sonido de las zapatillas sube de tono y frecuencia hasta parecer una ráfaga de ametralladora, como si se declarara el diluvio definitivo. Los gritos de los que van detrás, «¡Vamos!, ¡tira!», lo tapan todo y el riesgo de recibir una cornada se transforma en un aullido que nace de los balcones del recorrido y alcanza al corredor desde atrás, como un inmenso alud. Cuando estás dentro de él, es que tienes la manada encima. Es el caos. En los terrenos de la bestia las pezuñas rascan sobre los adoquines como yescas gigantes. Los cencerros, con la respiración forzada, marcan un ritmo enajenado y salpican de babas los estacazos de los cuerpos que se quiebran contra el suelo, las testuces o los pitones. Esa es la sinfonía atroz que escucharán el domingo los más de dos mil corredores del encierro. Todos, menos Sergio Colás (Pamplona, 1980), que es uno de los mejores pares de piernas de la Estafeta, pero que corre en el más absoluto silencio. Es sordo.
Cuando nació en Pamplona hace 32 años, Sergio sufrió una infección y los oídos le dejaron de funcionar, pero se crió como todos los demás niños. Su padre, Txema, corría en la Cuesta de Santo Domingo. Su abuelo Severo lo llevaba con ocho meses a ver las vacas en las calles de Lodosa (Navarra). Cuando se inventó el vídeo, se pasaba el curso estudiando los encierros retransmitidos por televisión. Por eso quizás a nadie le extrañara que con 16 años se colocara un pañuelico rojo al cuello para hacer la primera carrera de su vida. Dos días después, tomó el periódico, señaló una fotografía y le soltó a su madre: «Mira, soy este». Y sus padres le recomendaron lo que a todos, ni más ni menos. «Nadie de mi familia me ha dicho nada por correr siendo sordo. Es algo natural para ellos».
Alma, su novia de Mérida, que también es sorda, sonríe y arquea las cejas. «Es lo que él quiere», admite. Pasado San Fermín, todavía le quedarán tres meses de embarazo y nacerá Alaia, su hija. ¿Y cuando venga la niña? «No sé», dice Sergio, que ríe y se encoge de hombros. Habrá que seguir trabajando duro como chapista en la fábrica de Volkswagen.
Nada en él responde a mecánicas heroicas y grandilocuentes. Se diría que corre, simplemente, porque le apetece y no le busca más dobleces al asunto. «Me hace sentir bien. Me gusta la adrenalina y supongo que corro por eso, además de por tradición. También hago escalada, salidas al monte y todos los deportes de riesgo que puedo». Nunca nadie le ha puesto un pero por correr sin oír. O casi nadie. «Mandé un mensaje para saber dónde era una suelta de vacas en La Rioja y cuando se enteraron de que era sordo me dijeron que no podía ir». En la Estafeta, al principio, nadie lo sabía. Sergio es una de las caras más conocidas de la carrera, pero todavía hay corredores que se sorprenden cuando lo conocen.
«Lo importante para el encierro no es oír, es ver», admite. Eso es obvio. Que se sepa, solo un ciego se ha atrevido a correr y se lo tragó la manada en la entrada de la Plaza Consistorial junto a su guía. Sordos ha habido más, aunque pocos. A día de hoy están al menos el propio Colás, el falcesino Íñigo Goñi y el estellés Juanma Martínez, que hacen el encierro en silencio. Todos los demás echan mano de los sonidos para guiarse en el caos que se desata en las mañanas de julio en Pamplona. Pero en esto también el ser humano es tan elástico que hasta en la carencia puede hallar ventajas. «Tiene sus cosas buenas, porque cuando gritan como locos, a mí no me ponen nervioso. Oyen que se acerca un toro y no es verdad. Se desconcentran. Yo me libro de esas circunstancias porque solo sé que viene el toro cuando lo veo».
La primera vez que asumió el compromiso, lo hizo sin dormir -«y sin beber»- y solo vio un morlaco. Desde entonces, ha desarrollado un mapa sensorial del momento que está a la altura de muy pocos. El encierro de Sergio sigue, como el de todo el mundo, unas pautas marcadas por la costumbre.
Desde que entra en el recorrido por una plaza del Ayuntamiento a la que le estallan los corsés por la masa de gente que encierra, hasta el segundo antes de correr, en el 'everest de la adrenalina', sigue su propio mapa. «Sé cuándo termina el último cántico porque los que están a mi alrededor se ponen más nerviosos. Se mueven más. Después algo cambia en ellos. Saltan, se agitan y dicen 'Ya vienen, ya vienen'. Se dan ánimos». Entonces mira el reloj en su descomunal antebrazo y sí, son las ocho de la mañana.
En el peligroso equilibro de la carrera, Sergio se fía solo de sus ojos. Cuando ve las astas, es que los tiene detrás. En el centro de la calle se libra la progresiva pelea por salir pitando o acercarse al toro. El contacto con el otro es una batalla que va a más, desde la palmada de aliento en el hombro hasta los codos clavados en los costillares cuando el morlaco está encima. Ese cuerpo a cuerpo es también una guía para Colás. «Por cómo me tocan los demás sé si la manada está cerca».
El sexto sentido
Para el principiante, el encierro es una sopa de sensaciones de las que queda un relato mutilado en cinco o seis fotos fijas. Son escenas inconexas. No consiguen oír ni lo que piensan, como escribió Martín Caparrós en 'El imperio de los sentidos'. Sergio percibe en HD (alta definición). «En casa es igual que en la calle. Sabe dónde está cada cosa y de qué manera. Él siente todo diez veces más que nosotros», explica su hermano Alan, que también es corredor. En el encierro, está al tanto de asuntos que el 90% de los mozos no llegan ni a imaginar en el fragor de la carrera, cuando las piernas funcionan de manera casi autónoma. «Yo me fijo en la cornamenta del toro. Si está más abrochado [los pitones más juntos] es más peligroso. En cambio, si es abierto de cuerna te puedes arrimar más, porque cabe una persona entre las astas y es más difícil que te coja», instruye.
-¿No le gustaría oír todo eso?
-Sí, tal vez; no sé, está bien así.
A cambio, percibe cosas por las que un cazador de sensaciones se dejaría matar, pero que solamente están a disposición de aparatos sensoriales especialísimos, como el suyo. Lo cuenta con naturalidad, sin percatarse de que se nos eriza la nuca. Como si en lugar de un sentido de menos, tuviera uno de más. ¿El sexto?
-¿Qué ocurre?
-Solo pasa a veces, siempre en la Estafeta. Nunca en el callejón, ni en Telefónica. Es en esa calle, no sé si es porque es alta, o porque es estrecha, pero transmite cosas, como si en vez de una calle fuera un tubo grande. A veces, delante de un toro, cuando lo tienes en los riñones, notas una especie de ondas, de choques, como si fuera la electricidad del animal. No sé cómo explicarlo, la verdad, es algo que notas en la piel de la espalda. Es agradable. Estoy corriendo en una burbuja y es algo así como... -y se frota las yemas de los dedos con el pulgar-. No sé. Pero si en la carrera me agarran, todo se para. Como si el toro y yo desconectáramos.


Fuente imagen: www.elmercurio.com.ec